En un momento clave para la economía catalana, región que ve como sus empresas se fugan a toda velocidad para eludir la deriva independentista, hay un grupo textil de renombre que sigue nadando y guardando la ropa, sin decir esta boca es mía y eludiendo cualquier tipo de posicionamiento público. Se trata de Desigual, compañía fundada por el suizo Thomas Andreas Meyer, un millonario invisible que llegó a Barcelona cuando era niño y que ha logrado mantener su vida alejada de los focos a pesar de que ocupa un lugar destacado en la lista de ricos que cada año publica la revista Forbes.
Este empresario discreto es de los que le gusta mandar, pero que no se note. Como señala uno de sus colaboradores, es un jefe que pone encima de la mesa las ideas a seguir y que deja a sus diseñadores que sean quienes las lleven a la práctica, pero siempre reservándose la última palabra. Sobre todo ahora, que ya no tiene socios, ni consejeros, ni banqueros que le tosan ni le digan lo que tiene que hacer. Este hombre mayor, alto, de pelo gris y grandes ojos azules no depende de entidades financieras ni de fondos de inversión desde que decidió comprar el 10% del capital a Eurazen sin créditos ni gaitas. Claro, que cuando se dispone de un patrimonio de 1.400 millones de euros uno se puede permitir este tipo de aventuras, aunque algunos le acusen de utilizar herramientas de ingeniería financiera para llevarlas a la práctica.
La empresa va mal desde hace cuatro años y los que le conocen aseguran que el gran punto débil de Meyer es la gestión de los números del negocio. A él le gusta crear y se considera un artista, un loco del diseño que huye paradójicamente de todo tipo de saraos y cuyas únicas apariciones públicas corresponden a presentaciones de la empresa. Ni siquiera en 2013, cuando los vestidos de Desigual desfilaron en la Fashion Week de Nueva York, quiso ser el centro de las miradas y desaprovechó una ocasión de oro para darse un baño de multitudes, ocultándose en las últimas filas. Los periodistas saben bien que rehuye los focos y que es imposible que conceda entrevistas, ni siquiera ahora cuando intenta reflotar la marca contra viento y marea.
De las pocas aficiones que se conocen de Thomas Meyer la principal es navegar, junto con el esquí y los paseos por la montaña. Fue a bordo de un barco en las complicadas aguas del Atlántico donde conoció a la persona que sería –aparte del fundador– la más importante en el crecimiento del grupo textil. Se trata de Manel Adell, su mano derecha durante años y que hace poco más de un lustro abandonó por sorpresa la compañía con la venta de su 30% del capital valorado en unos 200 millones de euros, dejando al que había sido su compañero de fatigas durante dos décadas. En el sector de la moda dicen que eran la pareja empresarial perfecta, porque Adell se encargaba de las finanzas y Meyer de los diseños.
El suizo nacido en Basilea nunca ha pretendido ser como Amancio Ortega ni como Isidoro Álvarez y en los órganos de gobierno de Desigual no aparecen hijos, sobrinos ni sucesores claros. Algunos dudan de que el grupo pueda tener un futuro a largo plazo, ya que su modelo de negocio parece haberse quedado obsoleto. El lema interno siempre ha sido vender poco pero a precios altos, basando la estrategia en la vía del margen y en la exclusividad de la enseña. El problema es que los hábitos de los consumidores han cambiado mucho en los últimos años y, además, hay otras firmas con atractivos diseños y precios más ajustados, algo muy importante en un país con una tasa de paro del 14%.
RETALES DE PANTALONES, EL GERMEN DE DESIGUAL
Meyer siempre ha sido un hippie de corazón, desde que en los años ochenta se afincó en Ibiza con su melena rubia y sus dotes para el ligue. Entre fiesta y fiesta conoció a gente de la moda y su primera incursión en el sector fue vendiendo camisetas cuando apenas tenía 20 abriles. En el barrio de La Marina abrió su primera tienda y en 1983 aprovechó un excedente de 3.000 vaqueros para crear lo que sería el embrión de la futura Desigual. Hizo retales con los pantalones y los convirtió en cazadoras con la técnica del patchwork. Se los quitaron de las manos. En aquel momento no lo sabía pero había dado el primer paso para levantar un imperio que da de comer a 4.500 personas.
Dicen que fue la directora de cine Isabel Coixet la responsable del lema de la primera campaña de la marca –“no es lo mismo”– y algunos se aventuran a señalar que incluso le ayudó a definir el nombre de la compañía. De una forma u otra, Meyer arrancó su sueño, pero la cosa no salió bien. En 1988 suspendió pagos y fue la llegada de Manel Adell la que puso orden en la casa. Comenzó como consultor externo y en 2002 ya era director general.
UN MILLONARIO INVISIBLE QUE VA EN BICI AL TRABAJO
A pesar de su enorme fortuna el magnate consigue pasar desapercibido en la Ciudad Condal y sus vecinos en el barrio del Born sólo le ven cuando sale cada mañana en bicicleta camino de la sede de Desigual, una fortaleza de 24.000 metros cuadrados con ventanas infinitas y unas estupendas vistas al mar. El edificio carece de despachos –ni siquiera Meyer tiene uno– y en el ático hay un pequeño circuito de running para que los empleados puedan realizar deporte al aire libre y mantenerse en forma. El fundador y CEO de la compañía ficha al entrar y al salir, como todos los demás trabajadores de la firma.
El millonario helvético tiene un celo por su vida privada que algunos califican incluso de patológico, rechazando todo tipo de actividades sociales que no sean organizadas por él. No se relaciona con la élite empresarial de Barcelona –al menos que haya trascendido– y sus asesores de imagen lograron que no se publicara en los medios de comunicación ni siquiera una fotografía suya hasta el año 2008. De su vida familiar poco se sabe, excepto que se separó de su mujer y que después tuvo una niña con una joven mexicana que trabaja en Desigual.
EL PLAGIO A CUSTO Y SU GESTIÓN PATRIMONIAL
En su entorno saben que uno de los peores momentos de su carrera profesional fue la acusación de plagio que lanzó contra él uno de sus principales competidores, Ángel Custodio, más conocido como Custo Dalmau. Aunque muchos pensaban que la sangre llegaría al río Meyer demostró una capacidad de negociación extraordinaria y se fumó la pipa de la paz con su adversario. Firmaron un acuerdo de no agresión y desde entonces no ha habido problemas entre ambos que hayan llegado a la arena pública.
En la actualidad el principal dolor de cabeza de Meyer lo provocan las cuentas del grupo. Las ventas se han desplomado más de un 25% en los dos últimos ejercicios y el valor de la marca se ha reducido a la mitad.
No obstante, en el mismo periodo su fortuna ha crecido en más de 300 millones de euros, debido en buena parte a los jugosos dividendos que reparte a pesar de que el negocio está en claro retroceso. El dinero de su fortuna lo gestiona a través de la sociedad La Vida es Chula e invierte en la sicav Jupiter y en varios fondos de inversión. Lo único que no ha perdido Meyer de su esencia suiza es la eficacia a la hora de salvaguardar su patrimonio, ojalá hubiera hecho lo mismo con las finanzas de Desigual.