jueves, 21 noviembre 2024

Felipe Benjumea, el amo de Abengoa que terminó pegando fuego a su cortijo

En la sede de Abengoa en Palmas Altas (Sevilla) todavía se aparece el fantasma de Felipe Benjumea (Don Felipe) a muchos de los empleados que se han salvado de la quema tras las sucesivas reestructuraciones que ha sufrido la compañía. Aunque está vivito y coleando su figura sigue impregnada en las paredes de los despachos, oficinas y salas de reuniones de la fortaleza que levantó la compañía a golpe de pelotazo inmobiliario.

No en vano Don Felipe fue quien puso en órbita Abengoa logrando que alcanzara un valor de más de 4.000 millones en Bolsa, de manera que hizo de ella la empresa número uno del mundo en el área de la energía termosolar, con más de 700 filiales en 15 países. En 2014 la revista Forbes estimaba la fortuna de este licenciado en Derecho por Deusto en unos 1.500 millones de euros, un patrimonio que hoy en día prácticamente se ha evaporado porque el todavía presidente de honor de Abengoa se empeñó hasta las cejas para mantener el control del grupo sacrificando la rentabilidad por el intento de mantener el poder.

Aunque muchos le vean como tal, Benjumea nunca ha sido un señorito andaluz. Se ha dejado literalmente la bolsa y la vida en el trabajo, pero el problema es que también reclamaba a todos los empleados del grupo que antepusieran Abengoa a sus propias vidas, lo que le hizo ganarse una merecida fama de esclavista. A la sede sevillana del grupo se le conoce entre la plantilla como “Palmatraz” precisamente por ser una suerte de centro penitenciario destinado a los trabajos forzados, obviando que Don Felipe ofrecía a cambio la máxima estabilidad laboral y la pertenencia a una gran empresa familiar que cuidaba de todo y de todos. Hubo un tiempo en el que trabajar en Abengoa era como estar contratado por el Estado.

Hoy en día no queda nada de esta gallina de los huevos de oro que Benjumea cebó hasta que explotó dejando un reguero de sangre del que todavía no se ha podido borrar el rastro. Su megalomanía e incapacidad para aplicar un adecuado gobierno corporativo en la empresa –que dirigía como si fuese su propio cortijo– le llevó a iniciar una carrera hacia el precipicio que dilapidó buena parte de la fortuna familiar. Cuando se descubrió el pastel meses después de su salida forzada por la banca acreedora, el grupo tenía una deuda de 25.000 millones de euros.

A la sede sevillana del grupo se le conoce entre la plantilla como “Palmatraz” precisamente por ser una suerte de centro penitenciario

¿Cómo pudo alcanzarse esta cifra estratosférica? Porque en los peores años de la crisis, cuando todos los consejos de administración del mundo se desapalancaban (esto es, reducían el pasivo y liquidaban activos para sobrevivir), en Abengoa se recurrió a la emisión de deuda de forma desmesurada y sólo cuando el grupo estaba en quiebra técnica Don Felipe aceptó ampliar capital. Su obsesión era que no se diluyera su participación –que manejaba bajo el paraguas societario de Inversión Corporativa, la empresa familiar– y se hizo trampas al solitario acudiendo a las ampliaciones de capital con dinero prestado. La receta segura para el fracaso.

EL ORDENO Y MANDO EN ABENGOA

El antaño empresario visionario que se permitía el lujo de retirar el saludo al presidente del Gobierno si éste no regulaba al dictado de los intereses de Abengoa, es hoy un estorbo para los actuales gestores. Una especie de mosca cojonera que no ha asumido su nuevo rol en la compañía, de la que posee poco más del 3% a través de la citada sociedad familiar, frente al peso de más del 50% que siempre tuvo en el grupo.

Algunos dicen que su caída se produjo porque no fue capaz de tejer las redes clientelares necesarias para que la gran banca y los poderes públicos le salvaran, pero la verdad es que el consejo de administración de Abengoa y de muchas de sus filiales siempre estuvo lleno de políticos de todos los partidos y pelajes ideológicos. Eso sí, ninguno tenía capacidad de maniobra, porque en la compañía la frase más repetida era: “Esto se hace porque lo dice Don Felipe”.

El ordeno y mando del presidente era el único factor relevante en la toma de decisiones y cuando alguien le llevaba la contraria se le ponía de patitas en la calle de forma fulminante, aunque fuera un miembro de su familia. Varios directivos comprobaron con estupor cómo sus tarjetas de acceso quedaban invalidadas para acceder a sus despachos tras una discusión con Benjumea. Así se despedía a los altos cargos en Abengoa.

Al igual que su padre, Javier Benjumea Puigcever, este abogado sevillano siempre ha estado obsesionado con no aparecer en los medios de comunicación y si no hubiera sido por el escándalo de la caída de la compañía lo habría conseguido. Se jactaba de poder pasear por Madrid y Sevilla sin que nadie le reconociera, a pesar de que muy pronto comenzó a codearse con el poder económico y político español. Con poco más de 30 años se convirtió en presidente de Abengoa tras el infarto cerebral que obligó a su padre a abandonar la primera línea, aunque le consultaba las decisiones sobre la compañía a diario hasta que falleció en 2001. Entonces Felipe Benjumea se quedó solo al frente del grupo y, tras quitarse de en medio a su hermano Javier en 2007–el primogénito– se convirtió en amo y señor de la multinacional sevillana.

Tal como narra con precisión el periodista Lalo Agustina en El ocaso del imperio del sol (Península 2017), Benjumea se pasó la vida viajando para controlar el negocio y asegurarse de que todos los directivos y empleados se dejaban la piel para sacar adelante la empresa. “El ojo del amo engorda al caballo”, repetía incansablemente el presidente cuando le preguntaban la causa de tanto viaje. Una de sus excentricidades era mantener el horario local español cuando se desplazaba al otro lado del Atlántico, para así minimizar el impacto del jet lag. Ante el estupor de sus directivos, que se veían obligados a celebrar reuniones en Rio de Janeiro a las tres de la madrugada porque en ese momento eran las ocho o las nueve de la mañana en España.

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Foto: Angel Navarrete/Bloomberg

Las razones de la caída del imperio se desglosan muy bien en la citada obra de Agustina, pero se resumen principalmente en dos: el patológico recurso al endeudamiento (al principio para financiar proyectos y a la postre para poder pagar las nóminas de los empleados y a los proveedores) y una completa ausencia de buen gobierno corporativo con una gestión personalista y dictatorial que llevó a un proceso de toma de decisiones erróneas rozando lo delictivo.

La desmesurada ambición de Benjumea se combinó con una servil actitud de los consejeros -fomentada por los altos sueldos que cobraban– y por unos accionistas a los que se compraba a golpe de dividendo. Bastaron algunos cambios regulatorios y una crisis financiera internacional para que el grupo se fuera al garete. ¿Se podría haber evitado? Por supuesto, habría sido suficiente que Don Felipe hubiera hecho lo que siempre exigía a sus empleados: poner a la empresa por delante de sus intereses personales.

La última acción del empresario ha sido una pataleta que ha hecho perder a Abengoa tiempo y dinero, en su obsesión por manejar los designios de una compañía en la que ya tiene poco que decir. Junto a su mujer Blanca Porres –la que tenía un sueldo de 70.000 euros por diseñar los menús de los empleados en la sede de Palmas Altas– forzó la convocatoria de una Junta de Accionistas para que el grupo se saltara la recomendación de la Comisión Nacional del Mercado de Valores (CNMV) y desdoblara las acciones (lo que técnicamente se conoce como un split) para eludir la nueva norma de Bolsas y Mercados Españoles (BME) que entra en vigor el 26 de octubre y que reduce el precio mínimo al que puede cotizar un título de una compañía.

Esta nueva regulación va a golpear la maltrecha solvencia de Benjumea, ya que el paquete de acciones que está actualmente en sus manos a través de Inversión Corporativa puede llegar a valer menos de 60.000 euros. Esto supondría el mazazo definitivo a su prestigio financiero, razón por la cual ha intentado que se aprobara el citado split, intentando que el valor de las acciones se situara en un mínimo artificial a partir del cual no pudiera caer más.

Esta argucia hizo saltar todas las alarmas en la CNMV, que amenazó con suspender la cotización si Benjumea lograba su objetivo. Pero no ha hecho falta, ya que la Junta de Accionistas no se ha podido celebrar por carecer del quórum necesario, a pesar de lo cual el coste de los preparativos de la misma ha ascendido a 80.000 euros, un gasto que podría haberse evitado especialmente ahora que la compañía está inmersa en el enésimo plan de refinanciación para evitar el concurso de acreedores.

Esta operación fallida demuestra que Benjumea está acorralado y asediado por las deudas, ya que era bastante improbable que la propuesta saliera adelante (aunque se hubiera celebrado la Junta) porque era necesario el respaldo del 25% de los accionistas. Además, aunque hubiera sido aprobada, no habría tenido el efecto deseado (evitar la caída de las acciones de clase B de Abengoa) porque recientemente BME anunció una nueva rebaja en la cotización mínima hasta 0,0001 euros, mientras que el split proponía dejar las acciones B en el mínimo anterior de 0,001 euros.

Su sociedad instrumental a través de la que canaliza sus actividades de negocio tiene un balance de lo más comprometido. Todos los analistas dudan de que sea capaz de afrontar los vencimientos de deuda, aunque cumpla el plan de desinversiones que le ha impuesto Deloitte, una firma que –todo hay que decirlo– asistió con pasividad a los problemas financieros de Abengoa a pesar de que era su auditora, es decir, la responsable de que las cuentas reflejaran la imagen fiel de la empresa. Lo mismo que la CNMV, que miró para otro lado cuando Benjumea puso en marcha medidas de ingeniera financiera de dudosa legalidad para evitar que se descubrieran los cadáveres que había en los armarios de la compañía.

Benjumea intenta mantener a toda costa un hilo de reputación financiera para apuntalar el resto de las actividades en las que anda inmerso, entre la que destaca la compañía H2B2 dedicada a aplicaciones basadas en la generación de energía con hidrógeno. Pero los bancos no quieren saber nada que tenga al empresario como referencia.

Sus encantos ya no seducen a nadie en la sociedad financiera andaluza, donde mendiga recursos para gran sorpresa de muchos que nunca pensaron que el apellido Benjumea podría terminar tan devaluado. Pocas salidas le quedan a Don Felipe más allá de recurrir a su formación jesuítica y rezar para evitar la debacle. Mejor le hubiera ido en la vida si hubiera hecho caso de una de las máximas de San Ignacio de Loyola, fundador de su amada Compañía de Jesús: “La renuncia de la voluntad propia vale más que resucitar a los muertos”. Pues eso.


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