sábado, 14 diciembre 2024

El calvo-exprés

Unas cuantas amigas han decidido últimamente pasar por el quirófano. Resulta que se hallan descontentas con el tamaño de los pechos, el grosor de los labios y la grasa acumulada en las caderas. Ciertamente, su autoestima subirá cuando se miren al espejo y comprueben que son diferentes a las mujeres que eran anteriormente.

Así mismo, también varios amigos han viajado en el “calvo-exprés” a Turquía. Allí, por un módico precio te hacen un trasplante de pelo que no se lo salta Julio Cesar, que era calvo desde la temprana edad de catorce años. Al cabo de unos meses, lucen pelo en lo que anteriormente era un cráneo más suave que el culito de una rana. También su autoestima ha subido exponencialmente al número de cabellos injertados.

Vivimos en una sociedad en que la imagen es esencial. No es cosa solamente de políticos y artistas, nos afecta a todos. Pero este afán tiene un peligro evidente que quizás no ponderemos adecuadamente. Se trata de olvidarnos de lo que realmente importa: la esencia del ser humano.

Por cada uno nace diferente al otro. Unos son altos, otros bajos, algunos guapos y los más del montón. Igual para hombres que para mujeres. Cierto es que todas las sociedades han impuesto sus cánones de belleza. Hace unos siglos, las mujeres-y hablo expresamente de ellas porque los hombres han cuidado tradicionalmente menos su físico-, debían ser orondas para ser deseables. Ahora, al contrario. En la prehistoria, la mujer con caderas anchas y por lo tanto supuestamente más fértil, triunfaba. Ahora se acomplejan de su talla. Todo esto está muy bien, pero ¿y la persona? ¿. Que no queremos escarbar en esos cuerpos magníficos y esos rostros hermosos. Cualquiera puede comprobar cómo la gente se enrolla una con otra “porque es tan guapo/pa?”.

Al final lo que pretendemos es que nos observen al lado de una belleza. Colgar las fotos en el Facebook como si fuésemos gilipollas, para que se nos vea luciendo junto a un maromo o maroma poniendo poses en bañador y nos den un Like.

Vivimos en un mundo en que la realidad se refleja como las sombras de la caverna de Platón, pero no en la pared, sino en el muro de Facebook o Instagram.

Si luego resulta que la persona a la que hemos escogido por su porte y belleza es un imbécil, no importa. No se trata de hablar con ella, ni comentar las últimas noticias o el libro del escritor más leído. No es eso. Ni siquiera nos lamentamos. Buscamos otra, y punto.

Me temo que nos estamos volviendo vacuos, vacíos, absurdamente gilipollas. Nos quedamos prendados de las luces sin ver lo que hay detrás del telón. Y así nos va.

Me temo que voy a morir siendo calvo y con la nariz grande, pero al menos se puede hablar conmigo. Seguramente, esa es la auténtica causa de mi fracaso social.

¡Vaya tela!


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