domingo, 15 diciembre 2024

La suerte es Dios que trabaja desde el anonimato

Tengo la convicción de que una de las cosas que más frustración nos suscita es la confusión que existe entre dos conceptos que, aun similares, no significan lo mismo. Me refiero a la suerte y a la fortuna. Es importante diferenciarlos, ya que a veces pueden provocar equivocaciones que afectan a nuestra vida cotidiana.

La suerte ―ya sea buena o mala― es fruto del azar y, por lo tanto, es poco probable que haga aparición de forma inesperada en nuestras vidas. Sin embargo, la fortuna llega a nosotros siguiendo el curso natural de las cosas. Te pondré un ejemplo. Imagina que en un avión con destino a un lugar paradisíaco del mar Caribe viajan dos personas bien distintas. El hijo del Sultán de Brunei tiene la fortuna de viajar en primera clase, ya que su estatus económico y familiar se lo permiten ―de hecho, podría permitirse comprar la línea aérea si se encapricha en pleno vuelo―. Por su parte, Pepe, becario de una multinacional española, tiene la suerte de que, debido a un exceso de pasaje, la tripulación le haya trasladado a los asientos de primera clase.

La suerte  es fruto del azar y, por lo tanto es poco probable que haga aparición de forma inesperada en nuestras vidas. Sin embargo, la fortuna llega a nosotros siguiendo el curso natural de las cosas

La suerte en pequeñas dosis influye constantemente en nuestras vidas. De hecho, si lo pensamos fríamente, la vida es rutinaria y predecible, excepción hecha de las constantes interrupciones del azar y de la mala suerte. Yo me tomo un café cada día en el bar que hay bajo mi oficina y tengo la certeza de que ese café no me matará. Es decir, se trata de una acción rutinaria que no pone en ningún tipo de riesgo a mi vida ―pese a que a veces creo que el dueño de la cafetería pretende todo lo contrario―. Ahora bien, si al cruzar la calle un mensajero kamikaze me atropella con su moto, en ese caso el azar, por medio de un golpe de mala suerte, rompe de forma fatídica mi rutina diaria ―y, de paso, tal vez algunos huesos―.

Podríamos afirmar que existen dos grandes motivaciones vitales: la salud y la riqueza, y para alcanzar esta última hay tres vías muy diferentes:

A la vieja usanza. Es decir, por medio del esfuerzo, del tesón, del talento, del desarrollo de un acertado plan vital y del trabajo duro.
La Fortuna. Por ejemplo, merced a una herencia o a una acción dada ―nacer en determinada familia o entorno―.
La Suerte. Un regalo de los dioses, un vaivén de la vida. Por ejemplo, el premio gordo de la lotería.

Como puedes comprobar, la suerte y la fortuna son diferentes. Podríamos resumirlo de la siguiente manera: siempre obtendremos las cosas positivas a través de nuestras habilidades, mientras que las negativas llegarán a nosotros incentivadas por nuestros defectos.

Cuando alguien ―generalmente gente joven― se dirige a mí hablándome de su «mala suerte» en el mundo de los negocios, intento aplicar una cruel dosis de realismo ―tal vez demasiado duro― y le hago ver a mi interlocutor que quizás no se trate de mala suerte. Los errores de previsión, de mercado, de análisis y de publicidad ―entre otros― que cometen esos jóvenes suscitan generalmente los problemas. Si algo te sale mal debes analizar fríamente si podrías haber tomado decisiones mejores. Si tus decisiones no han sido las correctas ―y eso incluye la inacción, que también constituye una decisión en sí misma―, entonces puedes considerarte desafortunado, ¡pero no has tenido mala suerte!

suerteEsto último es especialmente importante. Si permaneces de forma pasiva pensando en que tienes mala suerte, no creces, no reaccionas y externalizas tu problema hacia los demás ―la sociedad, el momento económico, etc.―. Si has cometido errores de forma objetiva, entonces tienes la posibilidad de crecer, de trabajar, de superarlos e ir al encuentro de tu fortuna.

Tu proyecto vital debe disfrutar de un golpe de suerte. Si en realidad se trata de una racha de buena suerte, no solo debes disfrutarlo. ¡Tienes que hacer una fiesta en toda regla! Pero en ningún caso puedes ser ingenuo y apostar todo tu destino a la buena suerte. Es estúpido e irresponsable y, aun así, sucede en muchas ocasiones. Lo único verdaderamente seguro de la suerte es que siempre cambia.

Personalmente me costó algo de tiempo y de perspectiva aprender a diferenciar la suerte de la fortuna. Lo hice como consecuencia de algo que me sucedió, aunque no fue una relación inmediata de causa y efecto. En realidad, tardé años en comprenderlo, y tal vez aún ahora lo sigo asumiendo lentamente.

Tenía veinte años cuando cometí un pecadillo de juventud: decidí gastarme casi todo mi dinero en un Mercedes–Benz deportivo. Hoy sé que aquélla no fue una buena decisión. En esos momentos representaba un gasto superficial que no debería haberme permitido. Además, no era un coche apropiado para un chico tan joven. Y, sin embargo, lo hice.
Disfruté mucho de ese coche durante los primeros diez días. Creo recordar que lo debí hacer tal y como solo se puede disfrutar de algo accesorio a esa edad. El problema es que me duró exactamente eso: los primeros diez días.

Una noche de fin de semana llevé a mi novia a su casa en mi flamante coche nuevo. Ella vivía a las afueras de Madrid, en un chalet de una zona residencial muy tranquila y solitaria. Recuerdo que era muy tarde, tal vez las cinco o seis de la mañana. Me detuve en la puerta de su casa, paré el motor del coche y hablamos durante un momento antes de despedirnos.
Lo que sucedió poco después pudo cambiar mi vida. De hecho, en cierta forma lo hizo. Todo transcurrió muy rápidamente. En un momento determinado oí que un coche frenaba justo en paralelo a nosotros. Ella gritó y miré por la ventanilla. Acababan de bajar dos personas del otro coche, mientras el conductor permanecía al volante. Los tres llevaban pasamontañas de color negro que les cubrían el rostro hasta el cuello. De los dos que teníamos junto a nosotros uno llevaba una pistola en la mano, y el otro un cuchillo largo, estilo jamonero.

Si no recuerdo mal, intenté cerrar el pestillo del coche, pero no me dio tiempo. Habían transcurrido apenas dos o tres segundos desde el frenazo cuando ya tenía la puerta del coche abierta y una pistola en la sien. Fue entonces cuando aquel simpático personaje me obligó a bajar del coche. Segundos después hicieron lo propio con mi acompañante, con la terrible imagen de aquel enorme cuchillo amenazante pegado a su cuello.

Dangerous masked man is assaulting a student to steal a backpack

Todo resultó muy confuso. Los amables encapuchados nos colocaron en mitad de la calle a fuerza de cuchillo y de pistola, nos obligaron a darles la cartera, los anillos, los relojes…, todo lo que lleváramos de valor. No debía haber trascurrido ni dos minutos desde el frenazo. Aun así, al recordarlos me parecen eternos.

Los amables encapuchados nos colocaron en mitad de la calle a fuerza de cuchillo y de pistola, nos obligaron a darles la cartera, los anillos, los relojes…

Finalmente uno de los encapuchados se subió a su coche y el otro, el que llevaba la pistola, lo hizo en el mío. A simple vista parecía que al menos podríamos salir enteros del atraco. El encapuchado encendió el motor e intentó arrancar, pero no pudo ponerlo en marcha. El coche tenía una caja de cambios automática, algo que en aquella época no era tan frecuente como hoy en día. Impotente, el atracador abrió la puerta y me apuntó a la cabeza. Tal vez pensaba que le había hecho algo al coche para que no pudiera arrancar, o simplemente se estaba poniendo nervioso. Como si de una montaña rusa emocional se tratara, pensé que nuestra suerte había cambiado, y que la situación degeneraría peligrosamente para nosotros.

Sin embargo, de forma instintiva, pude reaccionar y le grité a aquel inútil:

―¡Ponlo en la D!

La frase fue afortunada. De hecho, me parece divertido pensar que tal vez sea la más brillante que haya pronunciado jamás, porque quizás a ella le deba la vida. Después de comprobar lo que le había dicho, el atracador probó de nuevo, comprobó que estaba en lo cierto y desaparecieron a toda velocidad.

―Ojalá se maten ―pensé. Pero no, lamentablemente no tuve esa suerte.

Pocas horas más tarde estábamos en una Comisaría de Policía, muertos de miedo y confusos, poniendo una denuncia.

Aunque no me sirviera de mucho consuelo, la Policía me aseguró que buscarían a los asaltantes y, por ende, también a mi flamante coche nuevo.
De aquellos duros momentos recuerdo con especial viveza la actitud funcionarial del agente que nos atendió, al que habíamos molestado con nuestras pequeñeces a altas horas de la madrugada. Y lo lamento de veras, porque aprecio y admiro el trabajo que cotidianamente realiza la Policía. El caso es que aquel agente, después de hacerme esperar durante mucho tiempo, solo acertaba a preguntarme con indiferencia una y otra vez:

―Pero, vamos a ver, ¿la pistola era de verdad?

Debido a su insistencia, acabé perdiendo la paciencia y le contesté:

―¡Y yo qué coño sé! ¡No he tenido tiempo de pedírsela para peritarla!

A ese hombre le importaba un carajo lo que nos había sucedido. Para él solo era rutina. Por el contrario, nosotros lo recordaremos siempre. Cosas así suelen dejar secuelas, y la mía fue llenar mi cabeza de preguntas. Me obsesionaba pensar que alguien pudiera tener algo contra mí. Si todo era casual, me preocupaba que fueran a mi casa, ya que en la guantera del coche tenían mis llaves ―aunque cambié la cerradura― y la dirección de mi domicilio en los papeles del coche. Tuve dificultades para dormir en las semanas siguientes, y durante meses me costó salir a pasear por la calle de noche. Intentaba evitarlo, y cuando no podía hacerlo iba a todas partes con prisa, con mil ojos puestos en todos lados. Cuando alguna noche acompañaba a mi novia, casi la arrojaba ―literalmente― dentro de su casa. Jamás volvimos a detenernos a charlar en la puerta, y desde entonces nunca dejo abiertos los seguros del coche.

Con el tiempo he terminado por extraer de aquella noche algunas conclusiones que han condicionado mi forma de ser y de pensar, conclusiones que he ido madurando a lo largo de los años.

La primera de ellas es que siempre encontrarás a gente mala, gente capaz de hacerte daño. Sería ingenuo pensar lo contrario o sentir rabia debido a ello. Si te toca, te ha tocado. La gente que se obsesiona y no supera pensamientos del tipo «¿por qué a mí?», o la rabia contra el agresor gratuito, nunca superará lo que le haya sucedido. Hay que tomárselo con cierta ironía y sentido del humor.

Al menos Bin Laden ya no está disponible para hacernos daño. Ése sí que era malo. fíjate que hay que ser un gran hijo de puta para que te haya ordenado matar el mismísimo Premio Nobel de la Paz.

La segunda conclusión es que en todas las historias difíciles podemos encontrar dos perfiles de personas de carácter negativo que aparecen de forma recurrente. He llegado a la conclusión de que es inútil enfadarse por ello y/o echárselo en cara a nadie. Simplemente hay que pensar que sucederá, y que forma parte del juego.

El primero de esos perfiles es el del «imbécil». Resulta estadísticamente irremediable: siempre hay uno. En el caso que te acabo de narrar, el vecino de la casa de al lado nos dijo al día siguiente del atraco que se despertó con el frenazo, que lo había visto todo desde su ventana y que, como creyó que era un sueño, se había vuelto a la cama. Por supuesto, nadie le pedía que saltara desde la ventana como Sandokán. Pero, ¡hombre!, no hubiera estado de más hacer una llamadita de cortesía a la Policía, sobre todo ante la estampa, justo debajo de tu ventana, de unos tipos con pasamontañas apuntando con una pistola en la cabeza a tus vecinos. No te hagas mala sangre: siempre encontrarás a alguien que no te ayudará, aunque esto sea ilógico y esté en disposición de hacerlo. Es ley de vida, y hay que contar con ello.

El segundo perfil es el del «insensible». En mi historia está encarnado en el agente que me atendió. Lejos de empatizar, ayudar o comprender el momento y el sufrimiento ajeno, el insensible mantiene una insalvable distancia emocional y personal con lo que te ha ocurrido, por desagradable que haya sido. Cosas así logran que guardes un recuerdo aún más negativo ―si cabe― de lo que te ocurrió. En otras palabras, del mismo modo que encontraremos a los que no ayudan ―el vecino―, con frecuencia nos toparemos con personas que permanecerán absolutamente pasivas ante los problemas de los demás ―el agente―.

Sin embargo, la verdadera lección que aprendí de todo ello es que, a diferencia de lo que me decían mis allegados o familiares ―el típico «¡qué mala suerte!»―, acabé leyendo la situación de forma diferente. Era cierto que nos había «tocado la china», pero también lo era que habíamos tenido una fortuna inmensa al salir ilesos de aquella situación tan peligrosa.

La chica que me acompañaba en aquella fría noche es actualmente mi mujer. Han pasado veinte años desde entonces, y tenemos una hija maravillosa. Si además de mala suerte no hubiéramos tenido buena fortuna, posteriormente nada de eso hubiera ocurrido.
¡Se me olvidaba! Por si acaso sientes curiosidad, te diré que el coche apareció algunos días después en Valmojado, un pueblecito de la provincia de Toledo cercano a Madrid. Según me indicó la Policía, lo habían rociado con gasolina y, tras desvalijar lo que había en su interior, le prendieron fuego para no dejar huellas dactilares en los asientos de cuero. Cuando lo vi parecía la viva estampa de un coche bomba tras un atentado terrorista.

―¡Coño, qué chorizos tan pulcros! ―me lamenté―. Tantas molestias para no dejar huellas… ¡Si me lo hubieran pedido les habría llevado personalmente, y con sumo gusto, una botella de Ajax pino!

Tan solo pude recuperar un trozo de llanta metálica chamuscada, que aún conservo. La aseguradora no se hizo cargo de nada. Se consideró acto de terrorismo o de banda organizada, ya que en la denuncia hicimos constar varios aspectos del robo que así lo indicaban: pasamontañas en la cabeza, grupo organizado y armas de fuego.

En tan solo diez días perdí mi coche, mi ilusión y mis ahorros. Pero también aprendí mucho.

gandhi-quote3Ahora recuerdo todo aquello con cierta distancia, sin rencor, incluso con una ligera sonrisa por la lección personal bien aprendida. Además, viéndolo de forma optimista, es una historia bastante eficaz si quieres callarle la boca al típico amigo coñazo que intenta amargarte la tarde explicándote, una y otra vez, la mala suerte que ha tenido al rayar la puerta de su coche con la columna del garaje.


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