Diluido el verano entre las fintas fallidas de Lionel Messi, el matrimonio feliz de La Caixa y Bankia y el desasosiego ante la segunda ola del coronavirus, ya tenemos el otoño aquí. Han pasado más de seis meses después de aquel fatídico 14 de marzo, y España sigue siendo un país aturdido, un zombi sin dirección ni rumbo, cuyo único alimento espiritual son las permanentes dosis de propaganda que puntualmente inyectan los guionistas del Palacio de la Moncloa.
Da igual que el virus haya matado ya a más 45.000 personas, que volvamos a encabezar todos los ránking mundiales de contagios o que The Economist atribuya a España para este año la mayor caída mundial del PIB (-12,6%), solo por detrás de Perú (-13%). Aquí, en Sanchezland, donde todas las palabras nobles han perdido su significado etimológico, el atroz balance de la gestión de la pandemia por el Gobierno se camufla detrás de los eslóganes y las permanentes campañas de marketing.
El “spin doctor” ha tenido el talento y los colaboradores mediáticos necesarios para convertir la política española en un permanente “reality show”, en el que los hechos, las certezas, la verdad y sobre todo cualquier noticia negativa sobre la economía o la pandemia quedan difuminados por el espectáculo.
El coctel mágico de los oníricos días del confinamiento, con las conferencias de presidentes, los “aló presidente” o las ruedas de los uniformados, a veces para dar cuenta del robo de 40 kilos de naranjas, se ha convertido ahora en una herramienta más sofisticada, menos invasiva, pero con el mismo objetivo alevoso.
Hace unas semanas, por ejemplo, el Gobierno abría el curso político en la Casa de América con un discurso de Pedro Sánchez ante la élite económica del país. Pero lo importante no era el contenido, esa nadería del “España puede”, igual de intrascendente que el “Salimos más fuertes” o “Este virus lo paramos juntos” de los meses anteriores, sino el continente, la imagen sumisa de las grandes familias del Reino pastoreadas como un rebaño de ovejas, rindiendo vasallaje al Dominus y fingiendo mucho interés para que el BOE nos les sorprenda con ninguna merma inesperada sobre sus patrimonios. Hasta algún presidente del Ibex se puso en aquel momento en modo Carmen Calvo y dejó una frase para esculpir en mármol: “Pocas personas en España pueden estar en desacuerdo con los principios del presidente. Queremos todos una economía más sostenible, inclusiva, más digital y por supuesto, como no, más feminista”.
Al día siguiente, casi a la misma hora a la que se difundían los pésimos datos del paro del mes agosto, Pablo Casado estaba citado en Moncloa. Le tenían preparada una emboscada y cuatro horas después era linchado en público por la ministra portavoz. Su delito, haberse atrevido a responder “no” a la oferta de negociar los Presupuestos Generales al mismo prócer que hace dos años se vanagloriaba de decirle a Mariano Rajoy que “no es no” y “qué parte del no, no ha entendido”.
Pero el “spin doctor” no descansa. El show del espectáculo nunca puede parar. Hay que entretener, marear al público, inventar polémicas, buscar enemigos, no vaya a ser que el respetable se ponga a pensar y sufra un irascible brote de rebeldía. Luego vendría otra verbena con vaquillas: la Conferencia de Presidentes, una especie de Muro de las Lamentaciones, en la que los presidentes autonómicos no deciden nada, pero se desahogan ante la indiferencia del Dominus, que los convoca para hacerlos corresponsables del fracaso de su propia gestión.
Un día después, España ya superaba el medio millón de contagiados, miles de pequeños y medianos empresarios continúan avisando sobre la ruina inmediata de sus empresas y la apertura del curso escolar sigue siendo una incógnita. Pero en la corte de Sanchezland, la consigna es despreciar, ignorar el fuego y seguir tocando la lira. Cuando todo se queme, el “spin doctor” dirá que el nuevo Nerón sigue siendo Isabel Ayuso a pesar de los juegos malabares de estos últimos días.