sábado, 14 diciembre 2024

El drama de los campos de refugiados: 70 millones de vidas frente al covid-19

La única solución que han tomado los gobiernos para enfrentarse a los terribles efectos de covid-19 ha sido la de confinar a sus ciudadanos. La propia Singapur que contaba como uno de los casos de éxito ha tenido que claudicar al final. Pero es una medida drástica de difícil cumplimiento. Lo es todavía más, a medida que las viviendas no poseen los recursos básicos para la supervivencia. Y se torna imposible cuando la morada no es ni tu propia casa y, además, simplemente consiste en un par de lonas sobre el suelo. Por eso, los campos de refugiados de todo el mundo, que suman en ellos 70 millones de personas, pueden convertirse en la próxima gran bomba de relojería que detone el coronavirus.

Para empezar, las condiciones en los campamentos son ideales para la propagación del virus. La condensación de personas por metro cuadrado es tan alta que supera con creces a las de los cruceros más grandes del mundo. Así, Lambasia que es una parte del asentamiento de refugiados, en el distrito fronterizo de Cox’s Bazar, tiene una densidad media de 40.000 personas por kilómetro cuadrado. Pero, el de Moria, en la isla griega de Lesbos, multiplica esa cifra por cinco. Para hacerse una idea, en Madrid la cifra es 40 veces más pequeña.

Las condiciones en las que viven los refugiados, en términos de higiene, tampoco ayudan a contener la propagación. El acceso al agua está limitado. Por ejemplo, en los campamentos de Cox’s Bazar el simple hecho de lavarse las manos o ir al baño exige hacer largas colas. En el caso del jabón la situación no es mucho mejor. En el campo de Nyarugusu los residentes recibían gratis una pequeña pastilla para lavarse que debía durar todo el mes. Ahora, la situación es peor: «Tienes que elegir entre comprar comida y comprar jabón», dice Marie, una líder de un grupo cristiano que está de voluntaria, a The Economist.

LOS SERVICIOS SANITARIOS SON MÍNIMOS

La triste realidad más allá de lo anterior, es que no solo no se puede parar una rápida propagación, sino que tampoco se la puede hacer frente. En los campos de refugiados más miserables, en la provincia de Idlib en plena frontera con Turquía, los ciudadanos que se cuentan por cientos de miles apenas sobreviven acurrucados en casas abandonadas. Aunque lo peor, es que la gran mayoría de los hospitales a los que tienen acceso han sido bombardeados y apenas cuentan con recursos para atender a los que llegan en situaciones normales.

Así, para una región con varios millones de personas personas hacinadas, apenas se cuenta con poco más de 100 respiradores operativos, según cuentan ellos mismos. Aunque la cifra real podría ser mucho más baja. Incluso, la ratio de de unidades de cuidados intensivos por cada 100.000 habitantes es más baja que en muchos países tercermundistas de África. En la pequeña isla de Lesbos, donde se tiene una de las mayores densidades de población de todo el mundo, cuenta con un hospital en marcha. Además, dicho centro lleva desde principios de marzo colapsado y eso que el virus todavía no ha hecho mella en la región con fuerza. De hecho, los sanitarios de la región llevan reclamando semanas atrás ayudas que ni han llegado ni están cerca de llegar.

LOS OLVIDADOS DE LOS GOBIERNOS

El abandono al que están condenados es el último, y probablemente mayor, problema al que se enfrentan. ¿A qué país pertenece dicha población? Es difícil pedir velar por tus derechos cuando ni siquiera se tiene una patria y has tenido que escapar de ella para no morir. En condiciones normales, muchos países han querido colaborar sintiendo como propia la responsabilidad de atender a los que llegaban. Pero, la situación cambia cuando hay una alarma internacional de este calado y las autoridades en cuestión no tienen capacidad de respuesta.

De hecho, el 80% de todos los refugiados del mundo se han desplazado a países de bajos y medianos ingresos. Una regiones que ahora son incapaces de velar por sus propios ciudadanos. Por lo que una gran mayoría, deben decidir entre quedarse y enfrentarse a una posible muerte, más segura que en cualquier otra región, o intentar escapar hacía otros países en los que puedan tener más oportunidades de supervivencia.

Aunque, eso solo si se conoce la magnitud de la epidemia. Así, las autoridades de Bangladesh han prohibido el uso de teléfonos móviles y se ha cortado el acceso a internet en los campamentos de Cox’s Bazar. Con ello, logran que no se propague la información sobre el virus y evita intentos de fuga e, incluso, alzamientos y protestas. Todo ello, a un coste muy alto. La razón es que sin información, que transmitían las ONG, sobre ciertos hábitos para paliar los contagios el número de infectados probablemente se desbocará.

LAS ONG AMENAZADAS

La restricción en el uso de internet y, a su vez, a información transcendental sobre el virus es una de las grandes demandas de las ONG, puesto que en regiones como África se ha comprobado su eficacia. Así, Human Rights Watchs instó el Gobierno de Bangladesh a levantar la prohibición. Aunque, no ha recibido ninguna respuesta. Así, la única alternativa real es la utilización de panfletos, megáfonos o radios, pero su capacidad para llegar al mayor número de personas es mucho más limitado que un simple WhatsApp.  

Al final, sin ayuda ya sea internacional o de los Gobiernos más cercanos, la única barrera de contención están siendo las ONG. Por el momento, muchas aguantan dado que covid-19 todavía no ha hecho una aparición estelar en muchos de los campos de refugiados. Pero, la situación poco a poco se vuelve insostenible. En Tanzania, Cruz Roja, que se dedicaba a repartir medicamentos, está seriamente amenazada a medida que los suministros son cada vez menores. Al final, parece inevitable que el coronavirus termine entrando en estos nichos superpoblados y que la imposibilidad de tomar medidas de contención junto con unos recursos médicos (y alimenticios) muy limitados termine detonando una bomba en la que hay, como poco, más de 70 millones de vidas en juego.


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