sábado, 14 diciembre 2024

Una historia escolar

El otro día mi mujer se encontró con una llamada extraña del colegio: A mi hija Miranda se le había perdido un zapato.

Después de mucho esfuerzo, el colegio y la empresa a cargo de las actividades extraescolares encontraron la bota, en una busca que nos impresionó por el compromiso y la energía que pusieron en ello todas las partes implicadas. Fue como la batida en busca del niño perdido en Stranger Things pero a pequeña escala.

Al poco se descubrió el pastel: A mi hija le metieron la bota en un retrete y la taparon con papel higiénico. Uno de nuestros monitores, un chaval encantador que ha trabajado con mi hija casi desde que era un bebé, y que tiene una paciencia tan mitológica como su nombre, estaba desolado: “Ya había mirado en el retrete, pero no se me ocurrió ver qué había debajo del papel”.

Miranda, horas después, recordó que durante la comida una niña se estuvo riendo de ella porque no tenía un zapato. Esa misma cría criticaba que, al parecer, Miranda tiene «una mamá rica que siempre le compra cosas bonitas».

Depositamos nuestra confianza en el sistema

Nótese que mi pequeña familia pertenece (por ahora) a la legendaria, y en franco declive, clase media. Vivimos en un piso pequeño pero céntrico al que llamamos La Madriguera (por los Wesley) y buena parte de nuestras compras de ropa para niños se hacen en Decathlon y retailers de coste medio o bajo. No creemos que gastar en marcas para niños sea importante y, salvo raras excepciones, regalos o importantes rebajas, no lo hacemos. Ese dinero está mucho mejor empleado en extraescolares y cosas como la (demasiado cara) app Smartick para desarrollar su rendimiento en matemáticas.

Llegado el momento, no nos volvimos locos e hicimos lo que creímos lógico. O mejor dicho, lo hizo mi mujer. Yo estaba en un avión. El caso es que nos limitamos a dejar que las autoridades escolar lidiaran con la situación. No amenazamos a nadie, no pedimos ninguna cabeza y esperamos a ver cómo se resolvía la situación. Pusimos nuestra confianza en el sistema.

El colegio, por iniciativa propia, se preocupó de confirmar quién había tirado la bota al retrete, de organizar la resolución del conflicto y de ayudar a todas las partes a entender qué había pasado. Cuando se enteraron, los padres de la niña encausada no daban crédito y se ofrecieron amable e inmediatamente a pagar por las botas. Nosotros entendimos que son cosas que pasan y nos negamos a aceptar nada. Entre medias, se animó a las niñas a encontrar su propia resolución y a reconciliarse. Horas después, tan amigas.

Durante todo el proceso, mi pequeña actuó con una entereza, una moderación y una madurez que se me escapa, como tantas cosas se me escapan en este pequeño milagro de casi siete años. Esta pequeña que a veces es la reina del drama y otras, Michelle Obama.

Pero si el orgullo que siento por mi hija es enorme, también es frecuente. De lo que quería hablar realmente es del orgullo que me produce formar parte de un sistema público que, cuando todos los engranajes funcionan, como es nuestro caso, es una puñetera maravilla.

La diferencia entre ‘news’ y ‘olds’

Uno de mis escritores favoritos, Terry Pratchett, diferenciaba entre ‘news’ y ‘olds’, entre ‘noticias’ y ‘viejicias”. Sin duda es noticia que un niño sometido al acoso escolar cometa suicidio. Es una aberración del sistema que hay que evitar a cualquier precio, poniendo salvaguardas y mejorándolas. Cada padre que sufra de las consecuencias del acoso escolar pensará que estas líneas son sólo una mala defensa del sistema que les está fallando. Pero no es así. Creo que reconocer los problemas y deficiencias no implica que, a veces, no tengamos que sentarnos un momento y agradecer las cosas buenas de cada día. No nos impide luchar, más bien nos recuerda por qué debemos luchar.

Mis hijos van todas las mañanas a un colegio esencialmente gratuito en el que infinidad de profesionales se dejan la cordura y enormes cantidades de amor para hacer de ellos mejores personas. Me consta que lo consiguen y nunca tengo ocasión para agradecérselo lo suficiente. Asimismo, varias empresas de extraescolares contratadas por el Ampa se encarga de atender intereses o necesidades especiales con idéntico esfuerzo.

El día a día de ese sistema es una pequeña obra de arte, un mecanismo de relojería que empieza cada mañana cuando llevo a mis hijos al colegio y que termina cuando mi mujer los recoge. Que todo funcione bien, que en todos los años que llevo en el colegio no tenga más que ciertas pegas sobre el funcionamiento de ciertos puntos del sistema, no es noticia. Es algo cotidiano. Pero eso no quiere decir que sea, ni mucho menos, algo gris. Un colegio es lo menos gris que se me ocurre.

Justo mientras mi mujer me explicaba por correo electrónico esta historia, mi conductor de Uber aprovechaba su viaje desde el JFK hasta el centro de Manhattan para explicarme cómo se pasó cuatro años sin ver a sus hijos, en sus mejores años, para emigrar desde Nepal y, más adelante, llevárselos a EEUU y darles una buena educación.

Yo estoy dando a mis hijos la mejor educación a mi disposición en mi propio país y cada mañana les puedo abrazar, preparar el desayuno o –me pasó una vez– ponerles los zapatos del revés con cómico resultado. Todo esto no es noticia, pero me hace sentir extremadamente feliz. Incluso en estas ocasiones en las que se tuercen las cosas, mi hija aprende lecciones sobre la vida, la tolerancia y la resolución de conflictos que no podría aprender en otras circunstancias educativas.

Miles de españoles damos por sentado algo que es un logro sorprendente, un activo que deberemos defender y transformar durante los años venideros, frente a cualquier tentación de desmontarlo y convertirlo en un mero negocio. Se trata de algo que muchos sabemos, pero en lo que sólo te da por pensar cuando una bota termina en el retrete.


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