El otro día mi mujer se encontró con una llamada extraña del colegio: A mi hija Miranda se le había perdido un zapato.
Después de mucho esfuerzo, el colegio y la empresa a cargo de las actividades extraescolares encontraron la bota, en una busca que nos impresionó por el compromiso y la energía que pusieron en ello todas las partes implicadas. Fue como la batida en busca del niño perdido en Stranger Things pero a pequeña escala.
Miranda, horas después, recordó que durante la comida una niña se estuvo riendo de ella porque no tenía un zapato. Esa misma cría criticaba que, al parecer, Miranda tiene «una mamá rica que siempre le compra cosas bonitas».
Depositamos nuestra confianza en el sistema
Llegado el momento, no nos volvimos locos e hicimos lo que creímos lógico. O mejor dicho, lo hizo mi mujer. Yo estaba en un avión. El caso es que nos limitamos a dejar que las autoridades escolar lidiaran con la situación. No amenazamos a nadie, no pedimos ninguna cabeza y esperamos a ver cómo se resolvía la situación. Pusimos nuestra confianza en el sistema.
Durante todo el proceso, mi pequeña actuó con una entereza, una moderación y una madurez que se me escapa, como tantas cosas se me escapan en este pequeño milagro de casi siete años. Esta pequeña que a veces es la reina del drama y otras, Michelle Obama.
Pero si el orgullo que siento por mi hija es enorme, también es frecuente. De lo que quería hablar realmente es del orgullo que me produce formar parte de un sistema público que, cuando todos los engranajes funcionan, como es nuestro caso, es una puñetera maravilla.
La diferencia entre ‘news’ y ‘olds’
Mis hijos van todas las mañanas a un colegio esencialmente gratuito en el que infinidad de profesionales se dejan la cordura y enormes cantidades de amor para hacer de ellos mejores personas. Me consta que lo consiguen y nunca tengo ocasión para agradecérselo lo suficiente. Asimismo, varias empresas de extraescolares contratadas por el Ampa se encarga de atender intereses o necesidades especiales con idéntico esfuerzo.
Justo mientras mi mujer me explicaba por correo electrónico esta historia, mi conductor de Uber aprovechaba su viaje desde el JFK hasta el centro de Manhattan para explicarme cómo se pasó cuatro años sin ver a sus hijos, en sus mejores años, para emigrar desde Nepal y, más adelante, llevárselos a EEUU y darles una buena educación.
Yo estoy dando a mis hijos la mejor educación a mi disposición en mi propio país y cada mañana les puedo abrazar, preparar el desayuno o –me pasó una vez– ponerles los zapatos del revés con cómico resultado. Todo esto no es noticia, pero me hace sentir extremadamente feliz. Incluso en estas ocasiones en las que se tuercen las cosas, mi hija aprende lecciones sobre la vida, la tolerancia y la resolución de conflictos que no podría aprender en otras circunstancias educativas.
Miles de españoles damos por sentado algo que es un logro sorprendente, un activo que deberemos defender y transformar durante los años venideros, frente a cualquier tentación de desmontarlo y convertirlo en un mero negocio. Se trata de algo que muchos sabemos, pero en lo que sólo te da por pensar cuando una bota termina en el retrete.