Mariano Téllez-Girón y Beaufort-Spontin dilapidó en pocos años una inmensa fortuna en un episodio que despertó el interés de Galdós y Valle-Inclán.
Galdós estaba allí con vocación de mirarlo todo y escribirlo sin fatiga. “Los coleccionistas de verdad han tenido no hace muchos días un plato de gusto con la venta de las últimas riquezas de la casa de Osuna. ¡La casa de Osuna y del Infantado! Su solo nombre despierta ideas de grandezas y de un pasado glorioso”, anotó el escritor en una de sus colaboraciones para La Prensa de Buenos Aires, donde ejerció entre 1883 y 1905, a cambio de cien duros mensuales, de corresponsal en España.
PRECISIÓN DE GALDÓS
En estos trabajos, el autor de los Episodios Nacionales –con cuarenta años ya cumplidos, había publicado Fortunata y Jacinta y acababa de ingresar como diputado en las Cortes-, se situó al lado de su tiempo y lo fue anotando con una precisión y minuciosidad propias del geógrafo con los mapas, dando coordenadas necesarias y escenarios precisos para saber encontrar la ruta. Y lo hizo sin filigrana. Porque nunca fue un narrador centelleante, sino aplomado, severo, sin esquivar la ironía, pero alejado de la gracia rápida.
A lomos de esa sobriedad con puntería, el escritor daba cuenta, a mediados de 1893, del desplome del linaje de los Osuna, que quedaría abrochado en un último (y simbólico) episodio final: la exhibición y subasta de su soberbia colección de arte. “De aquella poderosa casa, cuyas rentas no eran inferiores a la lista civil de muchos soberanos ¿qué queda ya? Nada. Todo acabó; todo se deshizo, todo se desvaneció en unos cuantos años”, detalla a los lectores bonaerenses.
el escritor daba cuenta, a mediados de 1893, del desplome del linaje de los Osuna
Recogía ampliamente Galdós el impacto que en la sociedad española de la época causó la bancarrota de la Casa Ducal, que hacia 1863 poseía doscientas treinta mil hectáreas de dominios y unos ingresos anuales que superaban los veinticuatro millones de reales. “¿Cómo es posible dilapidar una fortuna tan colosal? No se comprende que se pueda gastar tanto dinero sino arrojándolo a puñados a la calle”, señalaba el autor de Tristana, quien venía resumir la extravagante vida del XII duque de Osuna, Mariano Téllez-Girón y Beaufort-Spontin (1814-1882), el dilapidador de esa inmensa riqueza.
El duque -que había heredado en 1844 los bienes, los derechos y los títulos de la Casa de Osuna, tras el repentino fallecimiento de su hermano mayor – murió en 1882 arruinado en el castillo de Beauraing, en Namur, la capital de la región belga de Valonia, ajeno a la ruina de su linaje, que se confirmaría dos años después cuando el Banco de Castilla hizo pública la quiebra. Sus acreedores, organizados en una Comisión de Obligacionistas, se arrojaron sin piedad sobre los bienes de la saga.
EL PATRIMONIO
Entre ese patrimonio puesto en circulación destacó el fondo artístico: lienzos, esculturas, estampas, muebles y objetos de decoración. Una soberbia reunión de obras firmadas por Ribera, Tiziano, Rubens, Caravaggio, El Bosco, Sánchez Coello, Van Dyck y Goya, entre otros. La venta llenó las páginas de los periódicos durante la primavera de 1896, apenas dos años antes del desastre de las colonias americanas. Las réplicas de la noticia resaltaban la historia y las piezas más sobresalientes, al tiempo que hurgaban en las causas de la caída del clan.
Con ocasión de la exhibición pública de la colección previa a su subasta, se editó un catálogo con las obras en venta, reproducidas gracias a las fotografías que Jean Laurent tomó entre 1860 y 1886 en su emplazamiento original, y su precio. “Por 60.000 pesetas, si no sube a más en la subasta, puede adquirir cualquier persona de gusto y de dinero, un retrato de una señora, pintado por Van Dyck, y por 50.000, y lo que suba, el del general Urrutia pintado por Goya”, informaba La Correspondencia de España el 8 de mayo de 1896.
Con ocasión de la exhibición pública de la colección previa a su subasta, se editó un catálogo con las obras en venta
El diario vespertino madrileño ofrece un interesante detalle sobre el devenir de la Casa: “Los que al fallecer el último duque de la rama directa se apresuraron a sacar los títulos de la ilustre casa se disputarán, sin duda alguna, estos retratos el día de la almoneda para que no vayan a parar a plebeyas manos tantas grandezas”. Y añade, además, una valoración de don Mariano, el duque que empujó al linaje a la bancarrota: “El Téllez de Girón que se da más barato es el último, el que más gastó, pues su retrato se puede adquirir por sólo 100 pesetas”.
Se trataría, acaso, del retrato de juventud que Valentín Carderera ejecutó hacia 1833, donde viste el uniforme de Guardia de Corps, con pantalón y chaqueta corta en azul y con charreteras plateadas en ambos hombros o, más bien, el que pintó Ramón Soldevila en 1857, ya situado a la cabeza de la Casa, en el que posa con el hábito de la Orden de Calatrava sobre uniforme militar y múltiples condecoraciones. En el trono que aparece detrás de él se puede observar la inscripción “D.O.I.” con letras entrelazadas, haciendo alusión al acrónimo del nombre del protagonista, el duque de Osuna y del Infantado.
En él encajaría a la perfección la frase de Baudelaire: “El dandismo es el último fulgor del heroísmo antes de la decadencia”. Porque Mariano Téllez-Girón y Beaufort fue un hidalgo de tronío. Un hombre de gustos caros y refinados. Un derrochador sin freno que lanzaba gestos como guantes amarillos a todos los crepúsculos. Acarrea su vida una capacidad desbordante para deslumbrar. Sabía cargar la suerte en el artificio, cultivaba una renovada condición de calavera y manejaba con el mismo encanto la impertinencia y la abundancia.
ANTONIO MARICHALAR
No es extraño que su existencia sedujera a Antonio Marichalar, uno de los brillantes secundarios de la Edad de Plata, quien firmó en 1930 la biografía Riesgo y ventura del duque de Osuna para la colección ideada por Ortega y Gasset ‘Vidas españolas del siglo XIX’. “Su pecado es creerse quien es, y creerlo desmedidamente”, señala el escritor, que sumó su relato a los trabajos de Rosa Chacel y Benjamín Jarnés sobre Teresa, la amante de Espronceda, y Sor Patrocinio, la monja de las llagas, respectivamente. “Es un insatisfecho que se creía siempre en el trance de no haber hecho lo bastante”, insiste Marichalar.
«Es un insatisfecho que se creía siempre en el trance de no haber hecho lo bastante”, insiste Marichalar
En esa cita, ciertamente, está el XII duque de Osuna de cuerpo entero, con su signo. Fue el personaje perfecto para encarnar el último de una raza: desconcertante, vanidoso y de pose espectacular. De este modo, encarnó un amplio repertorio de desniveles y extravagancias tanto en la vida política (fue representante por Zamora en el Congreso y, más tarde, senador del Reino) como en las labores diplomáticas, integrándose en misiones de enorme relevancia, tal como sucedió al reactivarse las relaciones con la Rusia de los zares.
Sobre la estancia del duque en aquellas tierras hay abundantes datos en la correspondencia del escritor Juan Valera, encajado allí como secretario de la legación española. “El duque es incansable y no comprendo cómo no se cae muerto de fatiga. No duerme ni reposa; se viste y desnuda seis o siete veces al día, y no hay fiesta en que no se halle (…). Anoche volvió a casa a las tres o a las cuatro de la mañana, y a las siete o a las ocho estaba ya de punta para ir con el emperador a la caza del oso”, informa el autor de Pepita Jiménez, quien acude reiteradamente a la ironía: “Lo que yo temo es que el duque, que es tan distraído y tan corto de vista como yo, le vaya a soplar un tiro al emperador…”. Esa vida desenfrenada en San Petersburgo detonó el plan diseñado a comienzos de la década de 1860 por Juan Bravo Murillo, ministro y presidente del Gobierno entre 1847 y 1852, para sanear las cuentas de la Casa de Osuna. La renuncia del acreditado administrador acabó por acelerar la descomposición del linaje y remarcó la responsabilidad en esta imparable decadencia del XII duque, a quien le gustaba llamarse Grande de los Grandes de España y al que poco o nada parecían interesar los asuntos económicos y patrimoniales de su familia.
A medida que se acerca el final, la vida de Mariano Téllez-Girón se acelera. Se sabe que suscribió en 1863 un préstamo de noventa millones de reales con la Casa de Urquijo en un intento desesperado por mantener a flote las arcas del linaje y que, en la primavera de 1866, contrajo matrimonio con su prima María Leonor Crescencia Catalina de Salm-Salm, princesa de Salm-Salm y del Sacro Imperio, a la que casi doblaba en edad. Ya asentado en la capital de España, frecuentó el Casino de Madrid, del que fue su primer presidente, y los salones nobiliarios, donde ya empieza a ser perceptible su decadencia.
“Era un viejo algo rechoncho, pálido, ¡qué digo pálido!, amarillo como la cera, con los ojos muertos; entró arrastrando los pies; no veía, iba casi a tientas…”, anota el escritor Eusebio Blasco en Mis contemporáneos (1886) al rememorar su encuentro con él en la casa de la duquesa de Montijo. “A los dos o tres días –añade- le volví a ver en un baile dado por el marqués de Vinent (…). Iba cargado de placas, bandas, estrellas y rosetas de todas las órdenes del mundo. Se le admiraba como si a todos nos hubieran dicho: ese que viene por allí toma chocolate con diamantes y, en lugar de pastillas para la tos, traga monedas de cinco duros”.
TERRENOS Y COLEGIO
En sus últimos días, cedió unos terrenos de su propiedad para que se construyera un colegio para huérfanos militares en Madrid y tuvo gran eco el desembolso de ciento sesenta mil pesetas en una cena navideña para doce personas en honor a Alfonso XII, a la que, por supuesto, asistió el rey. Débil de salud, se retiró al castillo de Beauraing, donde falleció a las seis de la mañana del 2 de junio de 1882. De seguro, le hubiera gustado leer el remate de la necrológica que al día siguiente publicó el periódico La Época: “Fue don Mariano Téllez-Girón digno de su noble estirpe”.
Su cadáver fue enterrado el 16 de junio de 1882 en el cementerio madrileño de San Isidro. Al año siguiente, la familia decidió trasladarlo a Osuna con el fin de darle sepultura en el Panteón Ducal, junto a sus antepasados. Sin embargo, aquel último viaje fue un despropósito: sus restos mortales permanecieron en la estación de tren del municipio sevillano un día completo sin nadie que se hiciera cargo de ellos. Al día siguiente llegó a Osuna la viuda para asistir al sepelio de su esposo. Terminado el funeral, el cadáver fue depositado en un mausoleo de mármol blanco de Carrara realizado por José Frápolli. Se cuenta que, durante años, el escultor intentó, sin suerte, cobrar por su trabajo.