viernes, 22 noviembre 2024

El marqués de Salamanca, en un contraluz de Murillo

El marqués de Salamanca, en un contraluz de Murillo. El pícaro que introdujo el ferrocarril y que promovió el barrio madrileño que lleva su nombre vivió obsesionado con un lienzo del maestro sevillano del Barroco.

Venga, apúrense, pasen con sigilo al salón principal de este palacio construido según las trazas de Narciso Pascual Colomer, el afamado arquitecto del Palacio de las Cortes, ubicado no muy lejos de aquí, en la Carrera de San Jerónimo. Adéntrense en el corazón de este edificio inspirado en las villas renacentistas italianas que ha convertido esta sucia esquina de Madrid –lindando con el Real Pósito, junto al solar del antiguo convento de los agustinos recoletos– en el lugar preferido para ricos y aristócratas.

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Estatua del marqués de Salamanca. IPCE, Ministerio de Cultura y Deportes.

Aceleren el paso, por favor. Si se dan prisa, podrán ver allí al señor José de Salamanca y Mayol (1811-1883), revestido de aristócrata desde hace poco tras la concesión por la reina Isabel II del marquesado de Salamanca y del condado de los Llanos, observando con detenimiento, casi paralizado, la última de sus adquisiciones para su colección de arte: un lienzo del maestro Murillo dedicado a la muerte de una santa por el que, según cuentan, desembolsó la desorbitada suma de 80.000 francos.

EL CUADRO

El cuadro representa la agonía de Clara de Asís. El instante exacto del descenso del cortejo celestial presidido por Cristo y la Virgen, acompañados de numerosas vírgenes mártires, para depositar un manto en el lecho de muerte de la santa. Miren la escena, por favor, parece suspendida en el tiempo. De los integrantes de esa procesión emanan intensos resplandores que contrastan con la penumbra que invade la celda de la fundadora de las clarisas, que yace en su camastro, acompañada por frailes y monjas de la Orden de San Francisco.   

El cuadro representa la agonía de Clara de Asís. El instante exacto del descenso del cortejo celestial presidido por Cristo y la Virgen, acompañados de numerosas vírgenes mártires

Posiblemente, el marqués de Salamanca esté ya al corriente de que Murillo puso fin con esta obra el ciclo de once lienzos para el claustro chico del convento sevillano de San Francisco, labor que le ocupó durante dos años, entre 1644 y 1646. Y que a cumplir aquel encargo se entregó con tanto entusiasmo que su estilo dio un vuelco sobresaliente, pasando de la rudeza del pincel de los trabajos iniciales a la soltura y amabilidad expresiva de La muerte de Santa Clara, el último de los cuadros que ejecutó para los franciscanos de la capital hispalense.  

Consta entre la documentación entregada por la casa de subastas en 1865 que el lienzo perteneció al marqués de las Marismas del Guadalquivir, y antes al oficial galo Mathieu de Faviers, que lo arrancó del convento sevillano. Acaso Salamanca recuerda ahora ese periplo y, con una sonora palmada, ratifica su satisfacción por la compra. Ignora que, a la vuelta de pocos años, arruinado, tendrá que malvenderlo y que lo hará con profundo pesar si se tiene en cuenta la anotación incluida en la biografía que le dedicó el conde de Romanones: “Era su cuadro favorito”.

Consta entre la documentación entregada por la casa de subastas en 1865 que el lienzo perteneció al marqués de las Marismas del Guadalquivir, y antes al oficial galo Mathieu de Faviers, que lo arrancó del convento sevillano

Como pueden comprobar, recortada ante una de las obras maestras de Murillo, la biografía de José Salamanca y Mayol es estrepitosa y tiene, más allá de los adornos de leyenda, el alto prestigio de enriquecerse varias veces y varias veces perderlo todo. A la vista de los hechos, fue un señor de escrúpulo limitado que inventó un negocio de sí mismo y que manejó un ideario similar al de los trileros. Tuvo un arranque honorable, pero acabó por diluirse tras identificar vida con ambición.

Galdós, por ejemplo, encontró en él inspiración para construir el personaje del usurero Torquemada y Dumas reconoció que había conocido al conde de Montecristo español. “El marqués de Salamanca, obeso, enlevitado, rubicundo, ojeaba los periódicos entre nubes de tabaco, hundido en un sillón… El prócer velábase en el humo del veguero, con un remolino de moscas en disputa sobre la luna de la calva. La pechera con pedrerías, la cadena y los dijes del reloj, el amplio bostezo, el resollar asmático, toda la vitola del banquero se resolvía en hipérboles de su caja caudales”, anotaría Valle-Inclán, con su palabra hermosa y violenta, en El Ruedo Ibérico.

De él nos quedan, además, varias fotografías -en sepia, como el lejano siglo XIX- que permiten ponerle cara y estructura. Salamanca aparenta en ellas ser alto y ancho de huesos por dentro. Tiene los hombros muy juntos, como generando un checkpoint para proteger la cabeza. Y ésta asoma con la frente pelada, bruñida por muchos insomnios, con algunos mechones de pelo oscuro en los parietales. Mira al frente y viste levita y chaleco, donde debe guardar un reloj de bolsillo cuyas manecillas marchan hacia atrás porque a él –como a todos– se le agota el tiempo. En una instantánea, está sentado. En otra, de pie, con la pierna derecha adelantada.

EL AYUNTAMIENTO DE MADRID

Con toda probabilidad, el artista Jerónimo Suñol utilizó esta última imagen para dar cumplimiento al propósito del Ayuntamiento de Madrid de erigir una estatua al marqués de Salamanca -junto a otros insignes vecinos de la ciudad, como Bravo Murillo, Lope de Vega, Quevedo y Goya- con motivo de la mayoría de edad y subida al trono del rey Alfonso XIII en 1902. El bronce, que no llegó a ver el escultor, fallecido poco antes de su inauguración, representa al empresario con la mirada al frente y el pie derecho adelantado, al tiempo que aparta hacia atrás su levita para introducir la mano izquierda en el bolsillo del pantalón. En la otra, sostiene unos papeles -quizás, planos y proyectos de obras- enrollados.

Como en el arte todo es signo, los pliegos en la mano derecha parecen indicarnos que el mérito principal de Salamanca para lograr este reconocimiento público fue construir el barrio que lleva su nombre, orgullo del nuevo Madrid, en definitiva, un pelotazo inmobiliario que acabó llevándolo a la tumba. Sin embargo, no le faltarían, a luz de su biografía, hazañas como ser introductor del ferrocarril en España, bolsista de éxito fulgurante, pícaro, especulador, alcalde, juez, diputado, ministro de Hacienda, negociador de la deuda exterior de España, dueño del monopolio de la sal, empresario teatral, cortesano, ganadero, mecenas y conspirador, liberal o moderado según la conveniencia.

los pliegos en la mano derecha parecen indicarnos que el mérito principal de Salamanca para lograr este reconocimiento público fue construir el barrio que lleva su nombre, orgullo del nuevo Madrid

Por ese tobogán se deslizó hasta que en 1858 José de Salamanca dio por concluida la construcción de su suntuoso palacio, en el Paseo de Recoletos de Madrid, donde situó su importante colección de pintura y su valiosa biblioteca, que contó con el asesoramiento de su cuñado Estébanez Calderón. Durante años, se había arrojado con voracidad sobre las piezas más codiciadas que aparecían en las subastas de París y Londres, al tiempo que hacía acopio de las mejores piezas que los aristócratas y la clase adinerada (políticos, banqueros y diplomáticos) ponían a la venta.

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Fotografía de José de Salamanca y Mayol, marqués de Salamanca, entre 1860 y 1870. IPCE. Ministerio de Cultura y Deportes

Salamanca llegó a acumular en su lujosa residencia un inmenso patrimonio pictórico -lienzos de Goya, Rafael, Tiziano, Tintoretto, Rubens, Ribera, Velázquez, Sánchez Coello y, por supuesto, Murillo-, con el que pretendía identificarse con los mecenas del Renacimiento, en una reivindicación ideológica de la figura del banquero y empresario que se vinculaba al pasado artístico como justificación moral de su posición socioeconómica y posterior ennoblecimiento. No importaban tanto las fórmulas empleadas para conseguir el dinero como la identificación de su propietario con el prestigio de aquellas obras, igual de valiosas, desde el punto de vista simbólico, que un título aristocrático. 

LA VENTA

Eso sí, llegado el momento, el marqués de Salamanca puso a la venta las piezas de su colección como desesperado salvavidas. Lo hizo en 1848 cuando le ofreció a la reina Isabel II la compra de los cuadros que él había adquirido a la duquesa de San Fernando a cambio de un total de 2.802 acciones del ferrocarril Madrid-Aranjuez y, también en 1867, cuando puso a la venta, según el periódico monárquico La Esperanza, “lo mejor de sus colecciones, trescientos cuadros escogidos entre los quinientos o seiscientos que adornan su palacio de la corte y su quinta de Vista-Alegre: unos veinte de Murillo, entre ellos la Muerte de Santa Clara, por el cual dio más de 80.000 francos…”. El total de la venta ascendió a un millón seiscientos mil francos, sensiblemente superior al precio inicial.

A esa salida de urgencia se vio obligado por la necesidad de liquidez ante el naufragio de su más reciente proyecto: la construcción de ese nuevo y extenso barrio residencial en Madrid, de acuerdo con los planes de ensanche que se llevaban a cabo en algunas grandes ciudades europeas a mediados del siglo. La crisis financiera y monetaria internacional abierta en 1864, con tipos de interés superiores al diez por ciento, llegó a su punto más grave dos años después. La escasez y carestía del crédito, en estos años, representaron una dificultad gravísima para Salamanca, puesto que dependía de anticipaciones a corto plazo para hacer frente a los costes de construcción, en espera de la venta o del alquiler de los edificios.

En los doce años que duró el empeño de construir el barrio que hoy lleva su nombre, Salamanca hubo de desprenderse de gran parte de su patrimonio personal, a fin de hacer frente a los sucesivos compromisos económicos en que se vio envuelto. Llegaron a trabajar cerca de cinco mil trabajadores en las obras, cuya primera fase concluyó en 1868, aunque, por entonces, el Ayuntamiento de Madrid no había rematado aún las infraestructuras más imprescindibles en buena parte de la extensión construida. La segunda fase concluyó en 1875 y contó, como reclamo, con la apertura en 1871 de la línea de tranvía desde la Puerta del Sol al barrio de Salamanca. El núcleo de esta expansión se situaba en la calle de Goya, desde la de Serrano a la de Velázquez, y en sus transversales.

En los doce años que duró el empeño de construir el barrio que hoy lleva su nombre, Salamanca hubo de desprenderse de gran parte de su patrimonio personal

Aunque Salamanca, entre 1872 y 1879, trató de promover algunas nuevas iniciativas, como el Canal del Duero o el monopolio de tabacos de Filipinas, acabó desistiendo de las mismas, que fueron reemprendidas por otros inversores. En 1881 adquirió la empresa de ensanche de Zurriola, en la desembocadura del río Urumea, en San Sebastián; se trataba, en esta ocasión, de edificar un nuevo barrio, en terrenos tomados al mar. Sin embargo, al poco de volver de uno de sus viajes a la capital guipuzcoana, falleció en Madrid, en su palacio de Vista Alegre, el 23 de enero de 1883. De seguro, ningún cortejo celestial acudió en su auxilio, como le sucedió a la santa que pintó Murillo en aquel cuadro que tanto admiraba. Hubo que vender las reses de la finca para atender los gastos del funeral.

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