Las ciudades españolas son un torbellino constante, un escenario donde la paciencia al volante a menudo brilla por su ausencia y las prisas marcan el ritmo. En este contexto, la Dirección General de Tráfico, conocida por todos como DGT, pone el acento en una maniobra que muchos realizan casi sin pensar, subestimando gravemente sus implicaciones. Hablamos de esa decisión de apenas un segundo, la de ignorar la luz roja del semáforo, que puede desembocar en la pérdida de una cantidad significativa de puntos del carnet, concretamente seis, una cifra que debería hacernos reflexionar sobre los riesgos que asumimos innecesariamente en nuestro día a día al volante por una ganancia de tiempo mínima o inexistente. La familiaridad con el entorno urbano y la repetición de trayectos pueden llevarnos a una peligrosa relajación de las normas más elementales de seguridad vial, olvidando que cada semáforo, cada señal, tiene una razón de ser fundamental para la convivencia ordenada y segura en el complejo ecosistema del tráfico.
La percepción de que ‘si no viene nadie, no hay peligro’ es una falacia peligrosa que anida en la mente de demasiados conductores, una justificación endeble para una acción de riesgo. Sin embargo, la realidad es que las normas de circulación están diseñadas para prevenir situaciones imprevistas, y esa luz roja es una barrera de seguridad innegociable, no una simple sugerencia que podamos interpretar según nuestro criterio o conveniencia del momento. La contundencia de la sanción refleja precisamente la gravedad con la que las autoridades, y en particular la DGT, valoran la potencial peligrosidad de esta conducta, incluso en ausencia aparente de tráfico inmediato en nuestro campo visual. Este rigor sancionador busca disuadir comportamientos que, aunque puedan parecer menores o justificados por la prisa, incrementan exponencialmente la probabilidad de accidentes graves, cuyas consecuencias pueden ser devastadoras tanto para los implicados como para sus familias, marcando un antes y un después en sus vidas.
1EL ROJO NO ES UNA SUGERENCIA, ES UNA ORDEN INNEGOCIABLE

El semáforo en rojo no admite interpretaciones ni valoraciones personales sobre la densidad del tráfico o la visibilidad del momento, representando una señalización vial de carácter absoluto. Su función es tajante: detener la marcha por completo antes de la línea de detención o, si no existe, antes del propio semáforo, una orden de obligado cumplimiento para garantizar la seguridad de todos los usuarios de la vía, desde otros vehículos hasta peatones y ciclistas que pueden aparecer de forma inesperada en cualquier instante, confiando en que los vehículos respetarán la señalización. Ignorarlo supone romper una de las reglas más básicas y universales de la convivencia vial, un pacto de seguridad no escrito pero fundamental que nos protege mutuamente en la jungla de asfalto y que permite una circulación fluida y predecible dentro de unos márgenes razonables de seguridad para todos los actores implicados.
Detrás de cada semáforo saltado suele haber un cóctel de impaciencia, distracciones momentáneas o una errónea y peligrosa sensación de control sobre el entorno vial que nos rodea. Creer que se puede anticipar cualquier imprevisto en una intersección urbana, incluso en aquellas que parecen desiertas a altas horas de la noche o en días festivos, es una apuesta extremadamente arriesgada con consecuencias potencialmente dramáticas, que van desde daños materiales hasta lesiones graves o incluso fatales. La normativa de tráfico, refrendada por la lógica más elemental de la seguridad, no contempla excepciones basadas en la prisa personal, en la evaluación subjetiva del riesgo por parte del conductor o en la supuesta ausencia de otros vehículos, ya que el peligro puede surgir de donde menos se espera y en el momento más inoportuno.