Todos conocemos a alguien que, en pleno invierno y durante una ola de frío polar, persiste en llevar manga corta. Al observar a personas enfrentarse a la nieve, el viento gélido y las escarchas matutinas, e incluso sumergirse bajo cascadas de agua helada, surge la inevitable pregunta sobre qué fuerza o poder especial les permite adaptarse a ese frío. ¿Podría ser el frío un fenómeno psicológico? Existen diversos receptores sensoriales que intervienen en la detección de la temperatura por el sistema nervioso humano, formando parte de la extensa red sensorial que permite al cuerpo percibir estímulos del entorno.
3LA ESTRECHA RELACIÓN ENTRE EL FRÍO Y LAS EMOCIONES
La conexión entre nuestras emociones y la percepción térmica es fascinante. Cuando experimentamos situaciones emocionales intensas, nuestro sistema nervioso autónomo puede desencadenar respuestas fisiológicas que impactan en cómo sentimos el frío o el calor. Por ejemplo, el estrés puede activar la liberación de hormonas como la adrenalina, que, a su vez, puede influir en la circulación sanguínea y la respuesta termorreguladora del cuerpo.
La «piel de gallina», una respuesta evolutiva relacionada con la estimulación del sistema piloso en situaciones de alerta, es un claro ejemplo de cómo nuestras emociones pueden manifestarse físicamente. Además, un estudio publicado en la revista Psychological Science que vincula la soledad o la exclusión social con la sensación de frío, sugiere que nuestras experiencias sociales y emocionales más amplias pueden tener un impacto directo en cómo percibimos la temperatura, subrayando la interconexión entre el estado mental y las sensaciones físicas.