Un aire de profesor de literatura ‘buenrollero’ envuelve a Pedro Vallín, referente de la crónica política española que la anatomiza con precisión gracias a una esmerada escritura salpimentada con infinitas escamas culturales.
En los textos que publica La Vanguardia, y en irreverentes ensayos como el extraordinario ‘¡Me cago en Godard!’, Vallín disfruta paladeando las paradojas, contradicciones e incoherencias del mundo político y cultural español.
La Vanguardia es referente del parlamentarismo español porque la vive con cierto desapasionamiento. Vuestros textos son más propios de los de corresponsales de medios extranjeros que los de un medio estatal.
Yo estoy lo aprendí gracias a los 27 kilómetros que separan a Gijón de Oviedo, en la que trabajé primero para el ovetense La Nueva España y más adelante para el gijonés El Comercio. En este último medio descubrí la extraordinaria autonomía que te reporta trabajar en un lugar donde tu medio no tiene su sede principal ni sus intereses institucionales, económicos y políticos.
En 2007 fiché por La Vanguardia y he tenido la posibilidad de dirigir mi trabajo hacia muchas direcciones. Creo que podría haber encontrado trabajo en la sede del diario en Barcelona, cosa que creo que no va a pasar porque en principio tengo intención de seguir trabajando en Madrid.
Parte de la ciudadanía ha percibido un cambio de orientación editorial en los últimos tiempos de La Vanguardia, quizá no en el eje derecha-izquierda pero sí en el identitario.
Yo no lo creo así. La cuestión es que en Madrid se categoriza con facilidad porque la prensa aquí ha estado demasiado enraizada a los partidos políticos, que desde el siglo XIX cuando nacían fundaban un órgano mediático de forma automática.
La Vanguardia no es un proyecto ideológico, sino que su vocación es la de ser un periódico empresarial. En esto nos parecemos a El Correo, Heraldo de Aragón o El Norte de Castilla, que, cada uno con su línea editorial, son ideológicamente transversales.
Yo trabajé en La Nueva España, que es un diario conservador en una autonomía predominantemente socialista, y teníamos con las administraciones controladas por el PSOE unas relaciones respetuosas, que son las tienen que tener un periódico grande con la institucionalidad del territorio al que se dirige.
El cambio de José Antich por Màrius Carol resultó llamativo.
La Vanguardia es, desde los años 90 en los que lo empecé a leer, un periódico liberal-conservador con un brazo ancho a la hora de cobijar a firmas ideológicamente muy diferentes. La línea editorial ha sido y es de un catalanismo no independentista.
¿Y durante los momentos más álgidos del procés?
La Vanguardia reaccionó a la realidad territorial de la tierra a la que se dirige. El periódico, al igual que gran parte de la sociedad catalana, se posicionó contra la sentencia del Tribunal Constitucional que fue promovida por el Partido Popular.
También es cierto que se desalineó en los momentos más duros del procés, pero creo que, a pesar lo que se diga algunas veces en Madrid, el periódico lo hizo razonablemente bien durante aquellos momentos.
¿Cómo se percibe en La Vanguardia tu recurrente utilización de metáforas cinematográficas en las crónicas políticas?
He trabajado en nueve empresas periodísticas en casi tres décadas de carrera y he tocado todos los géneros excepto deportes. He escrito sobre política, sucesos, sociedad, tribunales o cultura en diarios convencionales, gratuitos o digitales.
Y en la web de La Vanguardia, que cuenta con otro perfil de lector, empecé hace varios años haciendo algunas piezas heterodoxas: ‘Godzilla contra el artículo 155’ o ‘De cómo el Consejo General del Poder Jedi condujo la República Galáctica a la tiranía’.
Yo al principio tenía cierta timidez de hacerlo en la versión en papel, pero en el periódico gustó e incluso me ofrecieron hacer este tipo de piezas de forma recurrente, pero le cuestión es que este tipo de artículos, generalmente largos, se me tienen que ocurrir y no es tan fácil.
¿Por qué rechazas colaborar en tertulias?
No me gusta el formato. Creo que hay una cierta hiperinflación de este género. Cuando aparecieron hace quince años sustituyendo a las tertulias de realities o corazón yo, ingenuamente, creí que era síntoma de la madurez de la sociedad española.
Pero ha sido al revés ya que suelen ser por norma general herramientas de intoxicación que buscar influir en el humor de la sociedad. Es cierto que ahora creo que estamos cerrando un ciclo con tantas tertulias, que no contribuyen a la educación política del país sino a estresar a la ciudadanía.
También ha rechazado algunas por pura coquetería ya que no creo que me desenvolviese bien a pesar de que soy muy charlatán. En La Vanguardia me pidieron que, ya que no iba a tertulias, hiciera unas piezas de vídeo. Y lo empecé a hacer como Enric Juliana, que se apunta cinco ideas y las cuenta.
Pero yo estuve una hora y pico para hacer mis primeros vídeos y decidí hacerme una especie de Teleprónter en el Word con todo el guión del artículo escrito. Esas dificultades me llevan a la conclusión de que no me movería demasiado bien en las tertulias.
¿Qué te ha pasado con Pablo Iglesias?
Un exdiputado socialista, José Andrés Torres Mora, me habló un día del increíble prestigio de los latente por encima de lo patente, que es lo que ocurre en el 99% de los casos. Lo latente, que es que se supone que yo he tenido algún problema personal con Pablo Iglesias, no es cierto porque yo no he tenido ningún problema con Pablo Iglesias.
Lo que ha pasado con él es lo que ha podido leer todo el mundo en La Vanguardia o en Twitter. Es evidente que de un tiempo a esta parte las informaciones que hacemos sobre el mundo de Unidas Podemos han dejado de gustarle.
Fue especialmente visible su enfado porque lo relacionaste con Vladímir Putin.
Es fue la gota que colmó el base, pero en su podcast (‘La Base’) llevaba tiempo lanzándome pellizcos de monja.
En vuestro caso parecía que eráis amigos.
Yo tengo muchos amigos en todos los ámbitos en los que he trabajando, aunque sé que hay muchos periodistas que tienen cierta prevención. Pero quizá porque no saben diferenciar su trabajo de las relaciones personales.
Tengo amigos que son objeto de la información y nunca he tenido ningún problema. Sé que hay periodistas que sufren cuando tienen que informaciones poco gratas para sus amigos, pero yo creo que no hay problema si escribes con honestidad. Lo otro te puede convertir en cautivo de las informaciones que afecten a tus amigos.
En el documental ‘El crítico’ alabas a Carlos Boyero porque, a diferencia de otros críticos cinematográficos, habla de las películas extranjeras con el mismo punto de vista que las películas españolas que, por norma general, suelen recibir un trato deferencial por parte de la crítica autóctona.
Creo que la gente escribe con más delicadeza sobre el cine español, y no solo por las amistades que surgen en el trabajo, sino porque es una industria extraordinariamente frágil y muy limitada por el pequeño tamaño del mercado al que va dirigido. Puede haber cierta condescendencia por no destruir pequeños proyectos que, a excepción de ‘Lo imposible’ y un pequeño puñado de películas, rara vez superan los 20 millones de euros de presupuesto.
Por cierto, ¿Qué te pareció ‘El crítico?’
No la he visto (ríe). La verdad es que no me gusta demasiado contemplarme y, además, en algunas ocasiones me sabe mal si lo que sale no refleja exactamente lo que yo he dicho. Nunca he tenido ningún problema de que me saquen algo de contexto, pero alguna vez no refleja el espíritu del bruto de la grabación y me frustra.
¿Qué tal te resulta trabajar con Enric Juliana?
Lo conozco desde 2002 porque hacíamos una comida de amigos cada viernes en la que invitábamos a un personaje que nos resultase interesante y vino él. Entonces nos hicimos amigos a pesar de que vemos la política de forma diferente. No lo digo por el efecto que le tengo, pero creo que es el mejor periodista español de las tres últimas décadas.