A mí nunca me gustó mucho estudiar. Y cuando llegó la adolescencia, la cosa se puso difícil. Por un lado, los entrenamientos de sincro empezaron a ir en serio; entrenaba ocho horas de lunes a sábado y me quedaba poca energía para los estudios, que también se estaban poniendo duros. Y por otro lado, mientras mis amigas se iban a merendar y a la discoteca, yo tenía que entrenar. Por suerte, estuve muy bien acompañada por unos padres que me dejaban seguir mi camino, pero asesorándome en un entorno de total confianza. Su papel para mí, como para casi todos, fue fundamental.

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«La familia nos transmite valores que nos acompañarán toda la vida.»

Por esa época me cambié de instituto y fui a la residencia para deportistas Joaquín Blume, con horarios muy flexibles que nos permitían entrenar y estudiar. El papel de los educadores de allí también fue importante.Yo a las 6 de la mañana estaba entrenado y a las 9, en clase. Pero los profesores eran muy conscientes de que íbamos cansados y siempre supieron cómo “llevarnos” para que nos mantuviéramos interesados en los estudios. De hecho, años después, justo en la cúspide de mi carrera deportiva, acabé sacándome Gemología por gusto. Iba a clase muy motivada y aprendí muchísimas cosas.

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