La mayoría de las monarquías actuales en Europa sobrevivieron la Revolución Francesa que puso muchas cosas patas arriba, dejando atrás, incluso en los países monárquicos, al “Ancien Regime”.
La francesa cayó con la Revolución y después de la Restauración postnapoleonica. Bonaparte traicionó esa Revolución coronándose él mismo Emperador, título que más adelante adoptó su sobrino, Napoleón III. Francia tiene nostalgia de los imperialismos napoleónicos porque la “grandeur” lo requiere. Asimismo, le encantan los soberanos ajenos.
La monarquía portuguesa desapareció antes de la Primera Guerra Mundial y cuatro importantes monarquías cayeron con ocasión de la misma. Tres derrotadas, la germana, la austríaca y la otomana. Otra, la rusa, por excesivamente feudal. La Segunda Guerra Mundial sentenció la italiana, aliada del fascismo. Más tarde cayó la griega, por complicidad con la dictadura militar. En los Balcanes Occidentales, así como en Bulgaria y Rumania, las monarquías no sobrevivieron al comunismo soviético.
Las “supervivientes”, Bélgica, Dinamarca, Luxemburgo, Noruega, Países Bajos, Reino Unido y Suecia (hay que sumar los Principados de Liechtenstein y Mónaco), no gobiernan y cumplen con la importante función de la representatividad nacional. En algunos casos, como en Suecia, ni siquiera tienen un rol en la liturgia establecida para que el Parlamento invista al Primer Ministro (se encarga de ello el Presidente del Parlamento), mientras que, en otros casos, como el belga o el español, el Rey realiza consultas para proponer al Parlamento un candidato a Jefe de Gobierno.
ESPAÑA, UN CASO APARTE
Como en tantas otras veces, España es un caso aparte. Desde que los franceses se revolucionaron hemos tenido ocho Reyes. Un débil Carlos IV, un Fernando VII que despreció la Constitución de Cádiz, aunque cerró la sucesión a su hermano Carlos en favor de su hija Isabel II, no muy bien recordada y destronada por la “Gloriosa”.
Tras el corto reinado del italiano Amadeo I y de la breve y caótica Primera República, reinó poco tiempo Alfonso XII, bien recordado, y, luego, Alfonso XIII, quizás demasiado personalista y que cometió errores importantes, entre ellos el de avalar la dictadura del General Primo de Rivera. Tras la Segunda República, la guerra civil y la dictadura franquista, subió al trono Juan Carlos I.
Fue instrumental en la recuperación democrática y en su defensa, lo que merece el reconocimiento y agradecimiento de todos los españoles. Su actuación constitucional ha sido impecable, así como la de la Reina Sofía, frecuentemente aplaudida en actos públicos. Otra cosa son sus lios personales y la corrupción de su yerno Urdangarin que dañaron la imagen real. Son cuestiones privadas y como tales hay que juzgarlas porque no han influido en el rol constitucional de Juan Carlos, aunque afectaron a su abdicación.
Felipe VI tomó el relevo y tras cinco años sabemos que, junto al impecable desempeño constitucional de su función pública, ha sabido tomar nota de errores familiares anteriores. Respecto de Cataluña supo dar la voz de alarma el 3 de octubre de 2017 sobre la deriva anticonstitucional de los indepes catalanes, cosa que debiera de haber hecho Mariano Rajoy para preservar la figura del Rey.
En este quinto aniversario del reinado de Felipe VI diversos sondeos muestran que los españoles avalan por una ligera mayoría nuestra Monarquía. Los monárquicos no abundan mucho en Cataluña y País Vasco y la juventud tiende a ser mayoritariamente republicana. Lógico, pero lo importante es la democracia. No se trata de ser republicano o monárquico por principio. Si nuestra democracia funciona bien con esta Monarquía, y así es, no hay motivos serios para un tercer intento republicano.
Habrá que seguir sondeando la aceptabilidad popular de la Monarquía española, pero si Felipe VI sigue como ha empezado y la joven Princesa de Asturias aprende bien su papel constitucional (sus padres son buenos profesores), ganará esta Monarquía más respeto y adeptos en todas partes y edades porque los jóvenes también maduran. Cambiar por cambiar algo que funciona, no sería serio.
Carlos Miranda es Embajador de España